Yacub, el menor, era el más osado. A sus siete años pretendía correr las mismas aventuras que sus hermanos mayores, no se arredraba ante peligro alguno y estaba convencido de ser algún día soberano como su padre. Con denuedo daba mandobles a las chumberas, con sus pequeño alfanje de madera, convertidas ante sus ojos en gigantescos piratas saqueadores del blanco poblado desparramado indolente en torno a las murallas y ajeno a un joven adalid que lo estaba salvando día tras día de terribles amenazas.
Cuando las trompetas de la torre de armas anunciaron el regreso del soberano, el minúsculo guerrero olvidó a sus contrincantes y trepó ladera arriba siguiendo a sus hermanos para estar presente a la llegada de su padre. La expedición a Portugal había durado meses, los mensajeros habían informado de cruentas pero victoriosas batallas y el regreso triunfal del ejército almohade prometía un botín de guerra donde no faltarían regalos para los niños.
Hacía ya dos años que vivían en al Qalat. La frágil salud de su madre, que se rompía con frecuentes ataques de tos, había propiciado el traslado desde el al-Qasar sevillano al nuevo castillo sobre el Wadi Xira. Fue el propio Averroes, el mejor médico del orbe, quien aconsejó al sultán los aires de los extensos pinares para atajar el mal que atenazaba a su esposa. Y la decisión fue acertada: el aroma a resina, la limpieza de las aguas y el pan blanco de la villa habían restituido los colores a las mejillas de la sultana que ahora recibía a su esposo con los ojos brillantes en el estrado levantado apresuradamente a las puertas de la fortaleza.
Continuar leyendo...Yacub buscó el abrigo protector de las faldas maternas temeroso del olvido de su real padre tras tan prolongada ausencia.
-¿De dónde vienes hijo...?- Preguntó quien lo había estado vigilando sin perder un solo movimiento.
-De defender la villa, madre.- Respondió el aprendiz de guerrero exhibiendo orgulloso su espada de madera.
La llegada del monarca y su cortejo fue sencilla y austera como placía al dueño de los destinos del pueblo. Ni añafiles, ni tambores atronaron el aire, ni pendones al viento ni vítores animaron la entrada. El rey entró a caballo, precediendo a su numerosa escolta, sonrió con mesura al pueblo expectante y se dirigió a la plataforma donde estaban los suyos. Bajó de su montura, miró largamente con complicidad a la madre de sus hijos y abrazó al unísono a sus tres herederos.
Yacub, sin soltar ni por un momento la espada, se dejó estrujar por un progenitor de ojos brillantes por la emoción contenida.
-Os he traído regalos-anunció. -Sé que habéis sido buenos hijos durante mi ausencia y me he acordado de vosotros. A ti Yusuf, mi primogénito, te traigo tu primer corcel, blanco como la plata, veloz como el viento y obediente como la inteligencia, es la joya de las cuadras del duque de Santarem. A ti Mohamed, como ya tienes edad de aprender, te regalo tu primer libro, con todo el saber de Aristóteles traducido al árabe y que ayer mismo me entregaron en Isbiliya. Y a ti Yacub... algo que ni te imaginas...
-¿Un alfanje...?- Preguntó el niño con la imaginación puesta en un arma reluciente propia de gran guerrero.
-Eres aún muy pequeño para manejar herramientas tan peligrosas... Mi regalo es mucho más exótico... Un huevo de dragón.
-¿Un qué...?- Los ojos infantiles se abrían de incredulidad.
-Esto...- Exclamó teatralmente el monarca.
Un esclavo ofrecía arrodillado una bandeja de plata sobre la cual se asentaba un huevo grande, del tamaño de una cabeza humana, de color gris acero y superficie áspera y rugosa.
-Lo encontré en la sentina de un barco pirata procedente del reino de Thulé. Según dicen, es un trofeo que convierte en afortunado a quien lo posee porque le otorga la fortaleza, agilidad y fiereza de los dragones.
Yacub olvidó su alfanje, su afán guerrero y hasta la presencia del monarca. Embargado por la emoción tomó el regalo en sus manos y se sorprendió por su ligereza. Lo esperaba más pesado. Con fuerza lo apretó contra su pecho y corrió a mostrárselo a su madre.
-Qué suerte, Yacub- sonrió la sultana. -Habrá que buscarle un sitio en tu dormitorio...
-¿Dentro hay un dragoncito...?
-No lo sé...- mintió piadosamente. -No todos los huevos son fértiles. Además, si no lo incuba su madre no alumbran la vida... Lo importante es que proceda de un dragón. Como dice tu padre te traerá fortuna.
Yacub conocía muy bien a los dragones. Sigrid, la vieja esclava normanda encargada de la lavandería del castillo, le había narrado leyendas de su pueblo y hablado de los animales mitológicos. Por eso sabía que de adultos eran gigantes con grandes alas, ojos refulgentes y boca que escupía fuego. Había aprendido que se trataba de seres fieros pero nobles, fieles a su dueño para siempre, implacables con sus enemigos y guardianes eternos de los suyos. Su hábitat natural eran las grutas profundas, su reino, la noche y su alimento, el bosque porque eran vegetarianos. Eran muy longevos y defendían sus reinos durante milenios.
-¿Dónde debo guardarlo, Sigrid?- Preguntó con el huevo entre los brazos.
-Busca una gruta abrigada. Dale calor cada noche... Si está fecundado se abrirá en luna nueva... Siempre nacen en la oscuridad... Pero es poco probable que sea así... Lleva meses fuera de su nido.
Yacub no quiso escuchar la última frase y bajó las escaleras como alma que lleva el diablo. Se dirigió a los sótanos del castillo y allí buscó la portezuela de acceso a la mina del agua. La cueva estaba siempre alumbrada con antorchas sujetas a las paredes de roca, la bóveda ennegrecida de tizne dejado por el humo en busca de las chimeneas verticales que aireaban el dédalo de grutas por donde discurría el manantial.
Yacub siempre se había sentido inseguro, jamás habría admitido el término amedrentado, en las profundidades de la tierra, pero ahora su misión le proporcionaba arrojo y osadía. Sin dudarlo corrió por el borde del lago subterráneo buscando un ramal escondido, oscuro y apartado de la vista de los raros visitantes de tan solitario lugar. Aunque la galería que se ofrecía a su diestra aparecía negra y ominosa se adentró en ella con los ojos fuertemente cerrados, y tanteó con la mano en busca de un lugar donde depositar el huevo. Tras andar unos treinta pasos y dar dos o tres quiebros halló un espacio ventilado, adivinado en la negrura gracias a la ínfima luz del exterior filtrada a través de una chimenea vertical.
Con mimo dejó su trofeo en una oquedad y volvió corriendo en busca de musgo, hojas y ramas para fabricarle un nido, un asiento donde su criatura se sintiera cómoda.
Durante las semanas siguientes Yacub pasó más tiempo en la gruta, abrazado a su huevo para darle calor, que en la ladera del castillo en batallas contra infieles imaginarios.
-¿Dónde te escondes hijo, que no te veo con tus hermanos?- Preguntaba preocupada la sultana.
-Cuido del huevo, madre. No se puede quedar desprotegido, alguien tiene que hacer de guardián.
-Lo podrías tener en el dormitorio y así yo sabría dónde te encuentras.
-Yusuf dice que apesta- mintió el crío -Lo guardo en los sótanos... ¿Cuándo habrá luna nueva, madre?
-Dentro de tres días. Las noches son ya tenebrosas...
El niño tenía prohibido abandonar el lecho mientras fuese de noche, por eso debió aguardar la entrada del primer rayo de sol por una rendija de los cubre ventanas para brincar y bajar a saltos la escalera de un castillo donde todos dormían arrullados por el amanecer. Ya había sido luna nueva y su huevo debía de haber optado por traer un nuevo ser al mundo o permanecer para siempre como un objeto decorativo. Con el corazón desbocado en el pecho entró en la mina y corrió bordeando la lámina de agua hasta adentrarse en su gruta secreta. Apenas se veía nada, pero su mirada acostumbrada a decenas de horas de vigilia, creyó adivinar la figura de su tesoro aparentemente intacta sobre el lecho vegetal.
Descorazonado por la decepción inminente que presagiaba, se acercó y acarició el huevo con sus manos... ¡Estaba roto! Tras su apariencia de intacto, ofrecía un gran boquete en la parte trasera, trozos de cáscara partida sobre el suelo y un espacio vacío en su interior.
A punto de llorar de emoción Yacub tanteó y tanteó hasta que el roce con una criatura fría y reptilesca le hizo retirar bruscamente la mano. Después, arrepentido de su debilidad, volvió a extender el brazo empujado por un valor que se empeñaba en sacar del corazón y cogió con los dedos al animalito.
A la luz de la antorcha más próxima pudo contemplar a su anhelado compañero. Verde aceituna, tan brillante como si estuviera impregnado de alpechín, desmadejado y tembloroso, un minúsculo dragón palpitaba en sus manos. Tenía los ojos cerrados, la cresta apenas insinuada y las alas plegadas, tan sutiles como de mariposa, surcadas por dibujos de cartílagos y venas. De su cuerpo, alargado como el de una minúscula serpiente, nacían dos manos y dos patas minúsculas de punzantes garras.
Todo él desprendía una enorme debilidad. Su temblor insinuaba el tiritar de la muerte y su boca se abría y cerraba como si echara en falta un aire escaso.
-¿Qué comen los dragones recién nacidos...?- Había preguntado a Sigrid.
-¡Qué va a ser...! Pulpa de hojas. Son vegetarianos...
Con delicadeza dejó a su criatura en el nido y corrió en busca de alimento. Más tarde, introducía en su boca un dedo impregnado en un mejunje fabricado por él mismo con lecha de burra, pala de chumbera macerada con una piedra y un higo masticado y mezclado con su propia saliva.
El dragón no hizo ascos al presente y lamió e ingirió todo el contenido del cuenco del niño.
Cuando volvió al mundo real Yacub había decidido no contar la buena nueva. Un dragón en los sótanos del castillo no iba a ser bien acogido por sus habitantes. Lo mirarían con desconfianza cuando no repugnancia o miedo. Recordaba la suerte del lagarto gigante que había aparecido un día tras el puente levadizo y, tras servir de juegos y mofas, acabó en la sartén del cuerpo de guardia.
Nadie supo jamás que, en los siguientes dos largos años, el hijo del sultán había acudido cada amanecer a alimentar a un dragón, siempre más grande que la víspera, para convertirlo en una gigantesca criatura deambulante por la infinita red de galerías de la mina, bajo la ladera donde se aposentaba el castillo.
Durante las primeras semanas había mantenido el color verduzco con que había nacido, pero cambió a partir de un día, cuando Yacub bajó a la mina un anillo con un rojo rubí, regalo de la esposa del califa, lleno de ilusión por mostrarlo a su amigo. El dragón pareció hipnotizado por la gema, mientras una amplia sonrisa se dibujaba en sus fauces. Súbitamente seis círculos de rojo brillante brotaron en su lomo y, como si estuviera satisfecho de su capacidad de mimetismo, chasqueó la lengua divertido.
Excitado el niño corrió a sus aposentos, tomó la hermosa daga de su hermano mayor y volvió a la gruta. Sobre el puño refulgían esmeraldas, perlas y zafiros. Había pertenecido primero al rey de León, después a un noble de su corte que la había recibido en premio por una hazaña y por último a su padre tras tomarla en buena lid contra los cristianos. El dragón se estremeció cautivado por el arco iris abierto a sus ojos que hasta entonces solo habían conocido la oscuridad. Minutos después, a lo largo del lomo fueron apareciendo a impulsos súbitos rosarios de manchas brillantes que reproducían los verdes tornasolados de las esmeraldas, los azules ultramar de los zafiros, y, a la par, su vientre adquiría el color blanco y la textura de las perlas.
Para Yacub se convirtió en diversión diseñar poco a poco el colorido y la luminosidad que iban a conformar la piel de su gigantesco protegido. Rara era la jornada que no encontraba en el joyero de la sultana una nueva piedra preciosa de color exótico para aportar un toque cromático diferente a su dragón. Como quien juega excitado a crear una imagen diferente, iba alternando las aguamarinas, topacios, piedras luna, perlas grises, marfiles, amatistas, turmalinas, cuarzos, diamantes rosas, brillantes... Y su obra de arte viviente participaba cómplice en el juego eligiendo el lugar más adecuado de su anatomía para encajar armónicamente cada nuevo color.
Una noche, Yacub sufrió un fuerte sobresalto. Se había despertado una hora antes del alba e incapaz de aguardar en el lecho a la aurora, bajó sigilosamente anticipándose a la cita cotidiana con su amigo. Pero cuando llegó a la mina la encontró vacía. Angustiado, recorrió a la carrera todas las galerías conocidas pero en ninguna encontró rastro de su mascota que, por otra parte, había alcanzado ya un tamaño imposible de ocultar.
Al final del último túnel vio las estrellas. La mina de agua tenía bocas al exterior del castillo y su dragón había debido escapar por allí. Al salir al exterior no lo vio. La luz de la luna bañaba la ladera y dibujaba con trazos fantasmagóricos las sombras de las ramas de las higueras. El niño era valiente pero también era su primera salida nocturna solo fuera de las murallas. Además, el temor a que su criatura hubiera escapado y lo hubiera abandonado para siempre apretaba con puño de angustia su corazón.
Un crujido por detrás lo sobresaltó. Cuando volvió la cara se encontró con una boca enorme, cuajada de colmillos como sables que se cerraba sobre su espalda. Por un momento pensó que el dragón había olvidado su amistad y lo iba a devorar. Se sintió cogido por la camisa de dormir, alzado como un muñeco y volteado por el aire hasta encontrarse con las piernas encajadas en el cuello del animal. Al ver la altura a la que se encontraba fue consciente de la enorme envergadura de su compañero y que la estrechez de la gruta le impedía exhibir. Allí, a horcajadas, viendo brillar bajo la luna el lomo enjoyado del dragón se sintió cabalgar la figura más hermosa del universo.
Y tembló de emoción al verlo desplegar las enormes alas y emprender el vuelo. Lenta, majestuosamente, se alzó la imponente imagen para flotar sobre la cinta plateada del río. Yacub se pellizcó. Debía de ser que aún no se había despertado y vivía en su imaginación desde el lecho cuanto sus ojos se negaban a aceptar. Pero la brisa del amanecer, el olor a tierra húmeda y el ritmo del latido del corazón que notaba entre sus piernas eran demasiado reales para ser propios de un sueño.
Como si se deslizara por el aire la pareja dragón niño, sobrevoló el castillo, dejó abajo las almenas y más al fondo el patio de guardia para descender rozando los tejados del blanco caserío que circundaba la fortaleza. Los alcalareños dormían plácidamente ajenos a la figura de leyenda que recorría su firmamento.
Fueron muchas las noches en que el hijo del sultán viajó a lomos del dragón para surcar los cielos de los alcores. En ocasiones se acercaron hasta Isbiliya que lucía como una gema en la oscuridad. Allí rozaron en vuelo rasante la lámina de agua del Wad al Khabir, cruzaron sobre el gran puente de barcas, mandado construir por su padre y contemplaron la incipiente torre destinada a ser joya del orbe.
Siempre al alba, cuando los rayos del sol teñían de tonos rosáceos las cumbres de la sierra de Al-Mouron, volvían a la gruta, el dragón al sueño diurno y Yacub a jugar con sus hermanos mordiéndose la lengua para guardar el secreto que sabía debía mantenerse para siempre.
La llegada del otoño trajo malas nuevas. La sultana se encontraba plenamente restablecida y había decidido regresar a la capital del Al-Andalus. Yusuf, el hijo mayor, ya tenía edad de participar en la corte y ayudar a su padre a mantener la cohesión del reino. El día en que anunciaron a Yacub la partida para el próximo amanecer, abandonando al Qalat para sólo volver esporádicamente, se sintió morir.
Al-Tinnim, su dragón, ya era autosuficiente y se alimentaba en sus correrías nocturnas. Nadie conocía su existencia y eso era un seguro de vida para su amigo. Pero no sabía si él mismo sería capaz de vivir sin su compañía, sus periódicas visitas a la mina y los maravillosos vuelos nocturnos. En el último abrazo a la enorme cabeza creyó percibir el titilar de una lágrima en el gran ojo del mágico reptil que parecía intuir que se trataba de una despedida.
La partida se inició con prisas. El grueso del ejército del califa se encontraba de expedición por el Algarve y la comitiva de la sultana y sus hijos contaba con una exigua escolta de una veintena de soldados. Habían llegado rumores alarmantes: un grupo rebelde de Ronda andaba por las proximidades aprovechando la ausencia del ejército para saquear las poblaciones vecinas.
Por eso, para evitar sorpresas, la soberana había decidido iniciar el viaje de noche. Cuando se abrió el portalón del castillo una decena de carros inició la salida llevando sobre ellos el ajuar más imprescindible y a la familia real sentada sobre cojines y alfombras. El imberbe Yusuf, a lomos del corcel blanco regalo de su padre, encabezaba la guardia que debía protegerles durante el trayecto.
Tras bordear la ladera, la comitiva enfiló hacia el puente romano para cruzar el río y viajar hacia Isbiliya por el camino menos frecuentado y más seguro de la margen izquierda del cauce. Tres leguas aguas abajo encontrarían el vado que les permitiría acceder a la capital.
Apenas el último hombre había abandonado la fortaleza, se oyó un terrible alarido y un galopar de caballos convirtió en drama real sus medrosos presagios. Un centenar de guerreros almorávides, que vivían en las sierras del pillaje y la revuelta, rodeó agresivamente la comitiva. En sus rostros se leía el odio, la rabia y la avaricia y en sus ojos el instinto asesino de no dejar a nadie con vida. Yusuf esgrimió su alfanje dispuesto a defender a su familia, y Yacub blandió su espada de madera como si pudiese vencer a los bandidos con la energía con que derrotaba a las higueras.
El capitán de los bandoleros enarbolaba una enorme cimitarra y se acercó sin prisas hacia el carro de la sultana. Todos permanecían en silencio aguardando el inicio de una feroz carnicería. Cuando alzó el brazo para descargar el golpe final parecía imposible que el acero de Yusuf fuera barrera suficiente para detener el impacto. Nadie apartaba los ojos de la escena, por eso todos pudieron ver con sorpresa el chorro de llamas que surgió desde el cielo para envolver en un sudario de fuego la figura del guerrero agresor. ¿De dónde podía partir ese rayo ígneo y el terrible rugido de rabia que rompía en dos la bóveda celeste?
Los ojos incrédulos se alzaron hacia lo alto y se abrieron y cerraron repetidamente para comprobar que no se trataba de un sueño. Un dragón, un gigantesco animal, sobrevolaba la escena con las alas abiertas, las garras extendidas y las fosas nasales escupiendo humo y chispas.
Los atacantes menospreciaron a la fiera y se lanzaron en tromba contra la comitiva. Una cincuentena de hombres, situados sobre el puente romano tensaron sus arcos y llenaron el aire de flechas en busca del cuerpo volador.
Yacub, excitado, grabó en su retina las escenas para no olvidarlas el resto de su vida. Las saetas rebotaron en la piel coriácea, algunas alfiletearon las membranas de las alas enardeciendo la furia de la fiera. Un giro de la cabeza y un rugido de espanto sirvieron de preámbulo a la bocanada de fuego que arrasó el puente dejando su superficie convertida en una tea donde era imposible la vida. Después, la imagen fantástica se lanzó en picado utilizando las garras como sables afilados para segar a diestro y siniestro las cabezas de los atacantes.
En menos de cinco minutos no quedaba ni un solo atacante en pie. La sultana, pálida e incrédula vio a su gente intacta. No sabía qué era aquel dragón que vomitaba ira y fuego, ni de dónde procedía, pero sí se daba perfecta cuenta del bando a que pertenecía.
-Es mi amigo...- Balbuceó Yacub.
-...¿El huevo?...- Preguntó asombrada la soberana.
El niño asintió.
-¿Cómo cruzaremos ahora el río?- Yusuf señalaba la hoguera fúnebre que impedía el paso por el puente romano.
Como adivinando la dificultad de la expedición, el dragón se aposentó en la orilla derecha, alcanzó con las garras delanteras la margen izquierda, extendió las alas y se ofreció como improvisado puente a la comitiva.
Yacub saltó del carro y corrió sobre el animal hasta alcanzar su cabeza para acariciarla con ternura. Todos percibieron el estremecimiento que el ademán provocó en la bestia mitológica. Yusuf, al ver a su hermano, descabalgó, cogió por la brida a su corcel y cruzó sobre las alas que se ofrecían más firmes de lo que parecía. Al llegar al otro lado agitó las manos animando al resto de la comitiva a seguirlo.
Una vez salvado el río, Yacub subió al carro de su madre y preguntó:
-¿Puede venir con nosotros?
La sultana negó con la cabeza. El mismo niño se justificó la negativa.
-En Isbiliya no puede vivir. Allí no hay mina.
Ella acarició su rostro y lo animó:
-Ahora, sin nosotros, el castillo necesita un guardián que lo defienda. Nadie mejor que él. Las gentes de al-Qalat se sentirán protegidas con su presencia.
-¿Volveremos algún día?
-Dios lo quiera. Aquí hemos sido muy felices y os habéis hecho hombres. Pero tu padre nos necesita a su lado.
Yacub bajó del carro y se dirigió al dragón, que permanecía en silencio con las grandes pupilas brillantes como si entendiera cuanto ocurría y le emocionara la trascendencia del acto.
-Me voy, amigo mío. Pero no estés triste, porque un día volveré para volar de nuevo juntos. Y entonces ya nadie nos podrá separar... Espérame hasta mi regreso. Mientras, cuida del pueblo y del castillo...
Yacub no volvió jamás a la fortaleza. La vida, las guerras y la Historia lo llevaron por otros derroteros. Dicen que, después de aquel día, nadie ha visto jamás al dragón, por eso hay quien cree que se trata sólo de una leyenda almohade. Pero también ha existido gente especial, convencida de que en las profundidades de la mina del agua habitaba un ser mitológico con la piel cubierta por gemas preciosas esperando infatigable la vuelta de un niño mientras cuidaba, protegía y guardaba el gran castillo de al Qalat Wadi Xira.
Ocho siglos después otro niño vino con su madre enferma en busca de los aires reparadores de los pinares de Oromana. Allí, en las veladas al fresco en las vecindades del Perejil, oyó hablar de la leyenda y, excitado, soñó con ver al dragón.
Un atardecer, corriendo tras una pelota por la ladera del castillo cayó en un agujero cubierto por la maleza y lleno de pavor se vio precipitado en un pozo inclinado que no parecía tener fin. El viaje acabó en un lago subterráneo, un chapuzón en agua fresca y el terror de saberse perdido bajo tierra.
Una débil luz cenital permitía vislumbrar una amplia caverna rocosa llena de recovecos y galerías. El niño comprobó que hacía pie y tembloroso de miedo y frío se acercó a la orilla.
-¿Yacub...?
La voz susurrante pero poderosa atronó la bóveda.
-¿Qué...? ¿Quién eres...?- Preguntó el accidentado, asustado pero con unas gotas de esperanza por haber sido encontrado.
De una de las grutas laterales surgió un ojo brillante, tan grande como la puerta de su casa, que lo contempló fijamente despidiendo destellos de alegría.
-¡Has tardado mucho...!- Se lamentó la voz-. Temí morir sin verte de nuevo... Menos mal que has vuelto. Te he echado mucho de menos en mis vuelos...
-Eres el dragón...- Balbuceó el niño que, no sabía por qué, en contra de cuanto cabía esperar, acababa de olvidar el miedo.
La enorme cabeza irrumpió en la caverna, tomó en la boca, como hiciera antaño, la camisa del crío y lo subió a su cuello.
Minutos después volaban suavemente por los cielos de Alcalá. Parecía imposible pasar desapercibidos a la luz del crepúsculo pero la invisibilidad es una cualidad que los dragones mágicos practican a voluntad.
-¿Te acuerdas cuando hice de puente para tu madre y tus hermanos...?
El niño estuvo a punto de negarlo pero sintió lástima de aquella extraordinaria criatura que rezumaba nostalgia por cada poro y mantuvo inmóvil la cabeza.
Una vez en tierra, a la puerta de la galería de entrada a la mina, el dragón inquirió:
-¿Yacub, volverás para volar mañana?
El niño respondió con la sinceridad de las almas cándidas:
-No me llamo Yacub...
La cabeza mitológica se volvió sorprendida. Lo miró fijamente para detectar una posible broma hasta que sus ojos confirmaron el error. Un rictus de dolor y escándalo cruzó el entorno de su boca.
-Has ocupado un lugar que no te correspondía. Solo puedo volar con mi amo- Le recriminó.
-Has sido tú quien me ha cogido. Yo no te he pedido nada.
El animal asintió comprensivo.
-Por un momento pensé que eras alguien a quien quiero más que a nada en este mundo... Pero llevas razón... No has profanado nada. Además, eres igual que él... Cuando regrese y lo sepa no se enfadará.
-Entonces... ¿Puedo volver mañana...?- Se animó a pedir el niño que hubiera dado cualquier cosa por repetir la experiencia mágica vivida.
La gigantesca criatura volvió con tristeza la cabeza y evitó los ojos infantiles.
-No puedo llevar a nadie que no sea Yacub. Mientras espero su regreso lo seguiré haciendo en solitario, vigilante para proteger al Qalat y a sus gentes de cualquier enemigo.
El chaval se sintió conmovido y acarició con ternura la piel enjoyada del triste y nostálgico animal.
-Contaré en el pueblo que eres real. Los alcalareños se sentirán seguros al saberse protegidos por ti. Todo el mundo les tendrá envidia.
-Nadie te creerá. Los hombres piensan que somos hijos de leyenda y no existimos en la realidad. Mi invisibilidad me ayuda a permanecer oculto y facilita mi tarea.
El niño frunció obstinado el ceño y aseguró:
-Sí que lo harán... Voy a contar mil veces que te he visto, describiré hasta la última escama de tu cuerpo, te dibujaré en cuadernos, papeles, pizarras y paredes...
-Tendrías que hacer una escultura tan grande como yo para que te creyeran...- Sonrió escéptico el mágico animal-. La gente no confía en los niños.
-En mí sí...- Aseguró con fuerza el crío que no se quería dar por vencido-. Y si tú dices que hace falta eso, lo haré. Cuando sea mayor te moldearé cruzando sobre el río, así, tal como eres. Cuando la gente vea tu tamaño y tu belleza acabará por creer en ti- Lo decía con tal convicción que, emocionado, las palabras se fueron mezclando con el llanto-. Te prometo que removeré cielo y tierra para aprender cómo construirte una estatua a escala natural... Volverás a hacer de puente, para que todos los de Alcalá pasen sobre ti, un día tras otro, hasta quedar convencidos de que existes.
-Adiós Yacub- sonrió tristemente el rey de los aires.
-Adiós dragón... Te juro que cuando sea mayor, volarás sobre ti mismo en el Guadaíra... y las gentes de Alcalá que crean en ti te levantarán un monumento por protegernos de todo mal...
Y dice la leyenda que el niño, que volvió a casa anegado en lágrimas, no cejó en su empeño hasta que consiguió cumplir su promesa.
También cuenta que, cada noche, un dragón, vigilante eterno, sobrevuela el castillo para cuidar de sus pobladores, y de vez en cuando desciende hasta su réplica de cerámica sobre el río para contemplarse incrédulo y asombrado, mientras sueña con la vuelta imposible de Yacub...
José Luis Manzanares Japón
Doctor Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos
Presidente de Ayesa