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Turismo de Alcalá de Guadaíra

El Guardián del Castillo

Un cuento infantil

Desde las almenas de la torre barbacana, la esposa del califa vigilaba infatigable el juego de sus hijos. En la suave ladera, al pie del castillo, los niños corrían espada de madera en mano, combatían contra imaginarios enemigos y defendían la fortaleza de monstruos de leyenda. Los gritos infantiles, el cantar de las chicharras, y el olor de las higueras mezclado con el del estiércol de las cuadras ponían el marco cotidiano a la tutela materna que no quitaba ojo a la cinta del río ante el temor de que los más pequeños cayeran al agua.

Yacub, el menor, era el más osado. A sus siete años pretendía correr las mismas aventuras que sus hermanos mayores, no se arredraba ante peligro alguno y estaba convencido de ser algún día soberano como su padre. Con denuedo daba mandobles a las chumberas, con sus pequeño alfanje de madera, convertidas ante sus ojos en gigantescos piratas saqueadores del blanco poblado desparramado indolente en torno a las murallas y ajeno a un joven adalid que lo estaba salvando día tras día de terribles amenazas.

Cuando las trompetas de la torre de armas anunciaron el regreso del soberano, el minúsculo guerrero olvidó a sus contrincantes y trepó ladera arriba siguiendo a sus hermanos para estar presente a la llegada de su padre. La expedición a Portugal había durado meses, los mensajeros habían informado de cruentas pero victoriosas batallas y el regreso triunfal del ejército almohade prometía un botín de guerra donde no faltarían regalos para los niños.

Hacía ya dos años que vivían en al Qalat. La frágil salud de su madre, que se rompía con frecuentes ataques de tos, había propiciado el traslado desde el al-Qasar sevillano al nuevo castillo sobre el Wadi Xira. Fue el propio Averroes, el mejor médico del orbe, quien aconsejó al sultán los aires de los extensos pinares para atajar el mal que atenazaba a su esposa. Y la decisión fue acertada: el aroma a resina, la limpieza de las aguas y el pan blanco de la villa habían restituido los colores a las mejillas de la sultana que ahora recibía a su esposo con los ojos brillantes en el estrado levantado apresuradamente a las puertas de la fortaleza.

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